De pequeña no me gustaba nada estar en casa y sentía un gran alivio cuando mis padres tenían planes de fin de semana que involucraban salir y volver tarde a casa. Me gustaba estar en compañía y me agobiaban los sitios pequeños y encerrados. En mi infancia tuve épocas de ansiedad que con el tiempo he ido olvidando, hasta que un episodio reciente me ha hecho conectar con mi vulnerabilidad y con estos recuerdos del pasado: mi viaje a la India.
Me fui a Bombay para un voluntariado de un mes y después habría viajado sola recorriendo el norte del país hasta llegar a Nepal y allí encontrarme con mi novio. Pedí a este viaje un cambio y que me mostrara mi poder, pero no pensé que hay que tener mucho cuidado con lo que se pide porque nunca se sabe de qué manera se manifiesta tu deseo. En mi caso fue como una ducha de agua fría. Entre deliciosas comidas (alguna que otra demasiado picante), olores a curry y a basura, personas encantadoras que nos abrieron las puertas de sus casas y experiencias que me encogieron el corazón, un mosquito se enamoró de mi (como me decían las mujeres indias) y decidió transmitirme el dengue, y al cabo de unos días de estar en el hospital, su amigo tifus decidió unirse a la fiesta. De repente me encontré en el silencio de una habitación blanca que olía a desinfectante con una señora desconocida, y empecé a tener toda clase de pensamientos ¿Qué es el dengue y cómo actúa? ¿Cómo serán aquí los hospitales? ¿Enserio estoy viviendo esto? ¿Por qué a mí? En ese momento cayeron todas mis certezas y por primera vez en mi vida me sentí completamente desnuda, sin máscaras que poder llevar ni papeles que poder interpretar. No tuve más remedio que abandonarme a esa situación, rendirme frente al presente y confiar en mi destino. Es curioso, porque en ese momento decidí confiar en mi instinto, del que muchas veces dudo o simplemente no escucho. Esa vez sabía con certeza que iba a ir todo bien y que la clave para superar ese momento era abandonarse frente a lo que estaba viviendo, tener los ánimos altos y pedir ayuda cuando la necesitara.
Y así me despertaba cada día muy temprano con la brisa del aire que corría de la ventana cerca de mi cama y agradecida por haberme despertado. Desayunaba con fatiga el té, el pan con mermelada y el huevo crudo, esperaba a que me dieran la ropa limpia y me lavaba como podía ya que tenía la vía en una mano. No podía ni lavarme los dientes con el cepillo porque tenía las encías tan sensibles que sangraban solo con tocarlas. Pasaba el tiempo durmiendo si estaba con fiebre muy alta o mirando el muro blanco del hospital cuando me sentía mejor, ya que no tenía las fuerzas para hacer mucho más. Comer era uno de mis momentos favoritos del día, no tanto por el hambre que no tenía sino porque me gustaba la presentación de la comida en platitos pequeños y averiguar el nombre de cada cosa y su sabor. Había chapati, verduras y dhal o sopas. El aspecto colorido y variado de la comida y su buen olor a veces escondía una sorpresa desagradable ya que muchas veces lo que ingería era picante, que no es exactamente lo que quieres si estás reventado del estómago. Lo más curioso es que las mujeres de la cocina me decían que la comida no era picante y nos pasabamos horas hablando con gestos y con un poco de inglés a ver quién tenía razón. Pero al final siempre encontraban una solución para mí y cada día me llevaban una doble ración de dhal de lentejas o la sopa de tomate porque sabían que me gustaba. Por las tardes me asomaba a la ventana de la habitación que daba al patio del hospital y miraba a la gente que solía ponerse allí a charlar y beber té. Me imaginaba las historias detrás de esos saris tan bonitos que llevaban las mujeres, las conversaciones de los hombres y la vida de esos niños inquietos que jugaban con lo que tenían. Y a ese momento de distracción se sumaba otro muy agradable que eran los atardeceres: me fascinaban los colores tan vivos que veía desde la ventana y me sentía viva a través de ellos, me sentía en unión con el cielo y con la naturaleza, percibiendo como la vida que veía enfrente mío también estaba dentro de mí. Así pasaron lo días, me despertaba mirando la pared blanca de la habitación, la pequeña puerta del baño y el reloj que estaba justo enfrente de mi cama y que a veces contribuía a que el tiempo pareciera no correr, y de la misma manera me iba a dormir.
Fue una estancia dura ya que mi situación no mejoró antes del sexto día, pero también hubo momentos de profundo agradecimiento. Me sentí agradecida por poder tener acceso a la sanidad en un país extranjero gracias a mi seguro médico, ya que muchas personas en la India no pueden permitirse ser ingresadas. También fui profundamente reconocida por el amor y la ayuda que recibí por parte de todo el mundo: las sonrisas de las enfermeras, las visitas de las mujeres de la cooperativa que no me dejaron sola ni un momento, me llevaban fruta y zumos de coco, me hacían reír y me hacían mucha compañía; la buena energía de mi compañera de habitación, una monja católica con la que tuve largas conversaciones cuando ya estaba mejor; el apoyo de Amin y la alegría y energía interminable de Mónica, payasa española que se mudó a Bombay para ayudar a las personas enfermas a través de la risa. En otro artículo compartiré algunas prácticas que me ayudaron mentalmente a sobrellevar esos días, pero gracias a las personas que cruzaron mi camino el viaje fue más llevadero. Al salir del hospital tuve que pasar 5 días encerrada en casa antes de poder viajar a Italia, ya que me aconsejaron que no continuara con el viaje, y esa fue seguramente la parte más difícil de toda experiencia ya que no vi a nadie en esos días y estuve encerrada en una casa ajena, al otro lado del mundo y sin tener contacto con nadie a parte del teléfono.
Esa experiencia me enseñó que no soy invencible, que muchas veces las cosas no van como planeas y que igualmente pueden llevarte a un gran aprendizaje, quizás a algo más profundo de lo que esperabas. Qué en mi vulnerabilidad también está mi poder y que tener todo bajo control no me hace más fuerte. Escribo estas palabras durante la cuarentena debido al coronavirus que mucho tiene que ver con lo que probé en aquellos días, y sobre todo me recuerda la importancia de no olvidar lo que he sentido, no olvidar que no soy inmortal, no soy invencible, no soy perfecta.
Mi habitación
Patio interior del hospital